12:10 | Autor Iglesia Hogar

Unidos a María, nos incorporamos a Cristo y nos encaminamos a Dios. Mas a Dios no lo podemos aislar del mundo de los ángeles, de los santos, de la Iglesia triunfante y de las almas del purgatorio. El cielo es una inmensa familia con la que nosotros, "los familiares de Dios y los miembros de su casa", tenemos relaciones que, aunque invisibles, son múltiples y están palpitantes de vida. La fe nos descubre legiones de ángeles, como la noche nos revela millones de estrellas. Et nox illuminatio mea. Un mundo se abre ante nuestros ojos deslumbrados, al mismo tiempo que vemos cómo se anudan los lazos entre los ángeles y nosotros. Nos sentimos enlazados a otros mundos y nuestro espíritu queda embargado ante mil ternezas desconocidas: es que los ángeles están allí, velando por nuestros pasos, subiendo y bajando encima de nuestras cabezas, según la visión misteriosa de la escala de Jacob. Ahora, pues, si María es la Reina de los ángeles, es claro que Ella será quien nos acerque a ellos. Unidos a Ella podremos aproximarnos a los tronos y a las potestades, a los serafines y a los querubines, a los ángeles y a los arcángeles. Y junto con ellos amaremos a María y daremos gracias a Dios por la gloria inmensa de que gozan, repitiendo el Deo gratias de su agradecimiento efusivo y el Gloria de su adoración perenne. María nos coloca al mismo nivel de ellos. Nos da derecho a intimar con San Miguel, el príncipe de su corte y el custodio de la gloria de Dios; con San Gabriel, el arcángel de la Anunciación y paraninfo del amor divino; con San Rafael, el arcángel de la alegría que vela sobre nuestros pasos de caminantes y prepara nuestros más felices encuentros.

Reina de los santos también, María nos lleva a la intimidad con ellos. A medida que crezca nuestra unión con María, podremos amar a todos los santos con su corazón, su delicadeza y su reconocimiento. ¿Quién los puede amar como Ella? ¿Se puede entrever lo que sería el ímpetu puro del amor con que amaba a San José o su solicitud con cada uno de los Apóstoles? Nuestra unión con María simplifica de una vez lo que llamamos en sentido partitivo "las devociones". En lugar de yuxtaponer el culto de San Pablo o el de Santa Teresa, todos estos cultos y amores se fusionan, en su admirable diversidad, en el amor mariano que los une a todos. Por desgracia, ya no tenemos hacia los santos un culto desinteresado, ya no hacemos como nuestros antepasados, de la lectura de su vida el alimento de nuestra admiración. Y, sin embargo, "Dios no ha creado el mundo ni lo transforma más que para hacer santos". La tierra perderá su razón de existir el día que no germine santos. La historia de los mismos, más emocionante que cualquier novela de aventuras, es en definitiva, la única decisiva y valedera. Cada una de esas historias es la prolongación del misterio de la Encarnación y un efecto de la acción del Espíritu Santo y de María. Pues bien, cada uno de los santos, desde el más desconocido hasta el más glorioso, ha nacido de María, y las gracias que le han santificado han pasado por sus manos. En María podemos amarles con un corazón nuevo y un alma nueva. Con esto, nuestra intimidad con ellos se afina y se amplía indefinidamente, hasta llegar a una simplicidad dulce e insospechada. Nos sentimos coherederos del cielo y somos ya, y nos portamos, como hijos de la casa celestial.

Como Reina del Purgatorio, la Virgen María nos abre el acceso a la Iglesia que sufre. Nuestra oración, unida a la de la Inmaculada, irá a acelerar la obra de purificación en aquellas almas innumerables, participando nosotros en la impaciencia maternal de María, que anhela ser para todas ellas puerta del cielo. Y todo esto lo llevaremos a efecto casi sin pensar en ello, sencilla y llanamente, pues cada uno de nosotros puede decir: "El corazón de María y el mío no forman más que un solo corazón" (27).

La unión con María es, además, una escuela de respeto, donde se aprende a distinguir la jerarquía de los valores y graduar las grandezas. María nos hace admirar las vivas riquezas de la divinidad, pero también nos comunica devoción a los santos del día, sintiéndonos cerca de ellos, participando en la alegría de la Iglesia en sus fiestas, honrándolos e invocándolos. Entonces ellos aparecerán, ante nosotros tan bienhechores como serviciales. María nos inculcará el respeto, lo mismo a nuestro ángel de la guarda que a nuestro santo patrono; lo mismo al ángel protector de la región, que al santo intercesor de la parroquia. Es que Ella sabe mucho mejor que nosotros cómo estos patronazgos no son ficticios, pues estos mediadores múltiples nos aportan, como los mil colores del prisma, la luz y el calor vivificante de único amor de Dios.

Fuente: TEOLOGÍA DEL APOSTOLADO DE LA LEGIÓN DE MARÍA



9:19 | Autor Iglesia Hogar

Quédate conmigo Señor

Quédate conmigo, Señor, porque es necesario tenerte presente para no olvidarte.

- Quédate conmigo, Señor, porque soy débil y tengo necesidad de Tú fortaleza para no caer tantas veces.

- Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi vida y sin Ti disminuye mi fervor.

- Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi luz y sin Ti quedo en tinieblas.

- Quédate conmigo, Señor, para mostrarme Tu voluntad.

- Quédate, Señor, conmigo, para que oiga Tu voz y la siga.

- Quédate, Señor, conmigo, porque deseo amarte mucho y estar en Tú compañía.

- Quédate conmigo, Señor, si quieres que sea fiel.

- Quédate conmigo, Señor, porque aunque mi alma sea tan pobre, desea ser para Ti un lugar de descanso, un nido de amor. . .!

- Quédate Jesús, conmigo porque se hace tarde y el día declina. . . Esto es la vida, se acerca la muerte, el juicio, la eternidad. . .

- Quédate conmigo. . . me es necesario doblar mis fuerzas a fin de no desfallecer en el camino y para esto tengo necesidad de Ti.

- Se hace tarde y viene la muerte.

- Me inquietan las tinieblas, las tentaciones las arideces, las cruces, las penas. . . ¡ Oh cuanta necesidad tengo de Ti!.

- Haz que te conozca, como tus discípulos, al partir el pan. Esto es que la unión eucarística sea la luz que disipe las tinieblas, la fuerza, que me sostenga y la única alegría de mi corazón. . .

- Quédate, Señor, conmigo, porque cuando llegue la muerte quiero estar unido a Ti, si no realmente por la Santa Comunión, al menos por la gracia y por el amor. . . !

- ¡Quédate, Jesús, conmigo! . . . No te pido Tu Divina consolación, porque no la merezco, pero el don de Tu Santísima presencia. . . ¡Oh si, te lo pido!.

- ¡Quédate, Señor, conmigo! A Ti solo busco: Tu amor, Tu gracia, Tu voluntad, Tu Corazón, Tu Espíritu, porque te amo y no quiero otra recompensa que amar.

- Quiero un amor ferviente y profundo.

- Quiero amarte con todo mi corazón, aquí en la Tierra para seguir amándote con perfección por toda la eternidad. Así sea.

19:49 | Autor Iglesia Hogar