9:33 | Autor Comunidades
La vida nos ha llenado de tareas y trabajos. El corazón siente deseos de hacer mil cosas. Para muchos, no queda tiempo para Dios.

El tiempo, es verdad, pasa sin que podamos hacer nada por detener su marcha. Pero también es verdad que el presente está en mis manos, que ahora decido qué hago, qué pienso, en estos instantes fugitivos.

Las obligaciones del trabajo, el necesario cuidado de la salud, la higiene del cuerpo, el deporte equilibrado, las distracciones sanas, la lectura de la prensa, la información que llega continuamente a las puertas de mis ojos: son ocupaciones buenas, tal vez necesarias, pero que no pueden apartarme del centro: existo porque Dios me ama, existo para llegar a Dios.

Por eso, lo mejor de mi tiempo debo destinarlo a Dios. Buscaré, entonces, unos minutos para leer su Evangelio, donde encuentro palabras de vida eterna. Participaré en los sacramentos, especialmente en la misa dominical donde me uno a Cristo desde la fe común de la Iglesia; y en el sacramento de la confesión, donde el perdón limpia mis pecados y me da fuerzas para la lucha de cada día. Rezaré, en la mañana, en la noche, en momentos fugaces en medio de las prisas de la jornada. Serviré al familiar cansado o enfermo, ayudaré al amigo desanimado, enseñaré a un compañero de trabajo las bellezas de la fe católica: lo que hago a mi hermano lo hago al mismo Cristo.

No siempre puedo hacer lo que deseo. Pero muchas veces lo que hago sale de lo más profundo de mi alma. Si mi corazón está inquieto y disperso, haré cosas que me distraigan, que ocupen mi tiempo, pero perderé el rumbo que lleva a lo bueno, a lo eterno, a lo verdadero. Si mi corazón está centrado, si he descubierto lo mucho que Dios me ama y lo mucho que ama a cada ser humano, mis deseos y mis realizaciones irán a lo único importante, me llevarán al cielo verdadero.

Dios me concede un nuevo día. Con su ayuda, con su gracia, con su amor, puedo emplear bien mi tiempo, puedo gastarmi vida para amar a Dios y a mis hermanos.
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net

13:17 | Autor Comunidades

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 6 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Los Magos fueron los primeros de la larguísima fila de aquellos que han sabido encontrar a Cristo en su propia vida y que han conseguido llegar a Aquel que es la luz del mundo, porque tuvieron humildad y no confiaron sólo en su propia sabiduría.

Así lo afirmó Benedicto XVI hoy, Solemnidad de la Epifanía del Señor, durante la celebración esta mañana de la Misa en la Basílica vaticana.

A Belén, explicó, llegaron “no los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, quizás vistos con sospecha, en todo caso indignos de particular atención”.

“Estos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a través de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben caminar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquél que es aparentemente débil y frágil, pero que en cambio es capaz de dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre”, recordó el Papa.

“En Él, de hecho, se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y poder no se expresan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se nos confía”.

Los dones de los Magos, acto de justicia

El Papa recordó que los Magos llevaron en regalo a Jesús oro, incienso e mirra. “No son ciertamente dones que respondan a necesidades primarias”, admitió, subrayando que en aquel momento “la Sagrada Familia habría tenido ciertamente mucha más necesidad de algo distinto que el incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil”.

Estos dones, sin embargo, “tienen un significado profundo: son un acto de justicia”, afirmó.

Según la mentalidad oriental, “representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión”.

“La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos no pueden ya proseguir por su camino”, explicó, “Han sido llevados para siempre al camino del Niño, la que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y les llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, el camino del amor que por sí solo puede transformar el mundo”.

“No sólo, por tanto, los Magos se han puesto en camino, sino que desde aquel acto ha comenzado algo nuevo, se ha trazado una nueva vía, ha bajado al mundo una nueva luz que no se ha apagado”.

Esa luz, añade el Papa, “no puede ya ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que solo Él sabe dar”.

La importancia de la humildad

Sin embargo, destacó el Papa, aunque los pocos de Belén que reconocieron al Mesías se han convertido en muchos a lo largo de la historia, “los creyentes en Jesucristo parecen ser siempre pocos”.

“Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje”, constató.

“¿Cuál es la razón por las que unos ven y encuentren, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven?”, se pregunta el Papa.

El obstáculo que lo impide, explicó el Papa, es “la demasiada seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber ya formulado un juicio definitivo sobre las cosas volviendo cerrados e insensibles sus corazones a la novedad de Dios”.

“Lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también el auténtico valor, que lleva a creer a lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme”.

Falta, añadió, “la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse, y de salir de sí para encaminarse en el camino que indica la estrella, el camino de Dios”.

“El Señor sin embargo tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos”, concluyó el Papa, pidiendo para los fieles “un corazón sabio e inocente, que nos consienta ver la estrella de su misericordia, nos encamine en su camino, para encontrarle y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo”.