21:40 | Autor Iglesia Hogar
Las palabras de la última despedida, aun pronunciadas con la debilidad natural, adquieren siempre cierta solemnidad. ¿Qué diremos entonces de este precepto con que se despidió nuestro Señor de sus apóstoles: Id por todo el mundo; y predicad el Evangelio a todas las criaturas (Mc 16, 15)? Terminaba su vida de Legislador en la tierra, y estaba a punto de subir a los cielos. Ocasión más imponente que la del Sinaí. Bien puede decirse que este mandato es su última voluntad, su testamento. Y estas palabras las pronunció Jesucristo estando ya revestido de la gloria de la Santísima Trinidad.
Estas palabras destacan la nota más alta de la fe cristiana. Es una fe que debe esforzarse con inextinguible ardor por llegar a todos los hombres. Pero, desgraciadamente, a muchos les falta esa nota esencial. No se va en busca de los otros, ni dentro del redil ni fuera de él. Se ignora el mandamiento de nuestro Señor en el momento de su Ascensión. ¡Y a qué precio!: al precio de la pérdida de la gracia, de la disminución, el decaimiento y aun la extinción de la fe. Basta dar una ojeada en derredor nuestro, para ver los muchos lugares que han pagado ya ese terrible precio.
Cuando Cristo dijo "a todas las criaturas", quiso decir a TODAS. Tenía delante de Sí, a cada hombre particular; por él, para redimirlo, vivió y murió.

"Llevó corona y cetro,
rey de dolor y mofa;
pedía el populacho
su muerte ignominiosa;
cargó su propia cruz;
apurando la copa
de penas mil, angustias,
desmayos, sed agónica,
al fin, abandonado,
dio su vida en el Gólgota."

¡Que no se pierda una labor tan grande! ¡Que esa Sangre preciosa llegue a tocar a todos y a cada uno por los que se derramó tan pródigamente! Ésta es la misión cristiana, que nos impulsa poderosamente a acercarnos a todos los hombres, en todas partes: a los más pequeños, a los más notables, a los cercanos, a los alejados, a la gente sencilla, a los hombres más malvados, a la choza remota, a todos los afligidos, a los de entraña diabólica, al faro más solitario, a la "Magdalena", al leproso, a los olvidados, a las victimas del vicio y de la bebida, a los delincuentes, a los que viven en cuevas o en caravanas, a los empeñados en contiendas militares, a los que se esconden, a sitios no frecuentados, a los despojos de la humanidad, al tugurio más oculto, al desierto quemado por el sol, a la selva más espesa, a la tenebrosa marisma, a la isla desconocida, a la tribu ignorada, hasta lo más recóndito, para ver si alguien existe allí, hasta los confines del mundo se apoya por el arco iris... ¡Nadie se escape a nuestra búsqueda, para que no veamos severo al bondadoso Jesús!
Este precepto final tiene que obsesionar -por decirlo así- a la Legión de María. La Legión tiene que tener como principio básico el establecer contacto, sea el que fuere, con todas las personas de su alrededor. Si esto se hace -y es factible-, y si se consigue que la Legión penetre por doquier -y no tardará-, entonces el mandato del Señor irá llegando a su pleno cumplimiento.
Fijémonos bien: nuestro Señor no manda que convirtamos a todos los hombres, pero si que nos acerquemos a cada uno. Lo primero no está a nuestro alcance; pero lo segundo -el acercarnos a todos- no es imposible. Y si alguna vez llegásemos a establecer ese contacto personal con cada uno de los hombres, ¿qué sucedería? Ciertamente habría consecuencias: porque nuestro Señor no manda que demos pasos inútiles. Cuando se haya hecho ese acercamiento a todos los hombres, por lo menos se habrá cumplido el divino precepto, y eso es lo que importa. Lo que suceda después, ¿quién lo sabe? A lo mejor se avivarían los fuegos de Pentecostés.
Muchas personas celosas creen que, si ellas trabajan individualmente hasta donde alcanzan sus fuerzas, habrán hecho todo lo que Dios espera de ellas. Desgraciadamente, esos esfuerzos individuales no las llevarán muy lejos, ni quedará satisfecho el Señor con ese trabajo individualista, ni tampoco suplirá Él lo que ellas no podrán emprender por trabajar así, aisladas. No: hay que emprender la obra del apostolado como cualquier otra obra que exceda la capacidad del individuo; es decir, hay que movilizar y organizar hasta que los comprometidos sean suficientes.
Este principio de movilización, este esfuerzo por alistar a otras personas para que unan sus esfuerzos a los nuestros, es elemento vital de nuestro deber común. Y este deber incumbe, no solamente a las altas jerarquías de la Iglesia, no sólo a los sacerdotes, sino a todo legionario y a todo católico. El día en que saltase de cada creyente una sola chispa de verdadero fuego apostólico será testigo de una conflagración universal.

"Os daréis cuenta de que vuestra capacidad para obrar estará siempre a la par de vuestros anhelos y de vuestro progreso en la fe. Porque no sucede en los beneficios celestiales lo mismo que en los de la tierra: cuando se trata de recibir el don de Dios, no estáis restringidos a ninguna medida ni límite; el manantial de la divina gracia fluye sin cesar, no tiene linderos fijos, ni cauces estrechos para retener las aguas de la Vida. Estimulemos una sed ardiente de esas aguas, y abramos nuestros corazones para recibirlas, porque tanto fluirán en nosotros cuanto nos permita recibir nuestra fe" (San Cipriano de Cartago).

FUENTE: MANUAL LEGIONARIO


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